Muchas veces se nos presenta la oportunidad de dar un consejo para ayudar a alguna persona que viene en busca de nuestro apoyo.
Sin embargo, cuando viene el momento de la verdad, no sabemos cómo hacerlo.
O quizá nos da vergüenza y acabamos dando un consejo típico sin ayudar tanto como nos hubiera gustado.
Con estos talleres aprenderemos a aprovechar todas las oportunidades de dar una buena ayuda para iluminar la vida de esa persona.
Quizá te ayudan estas ideas…
Empatía: Que por defender una doctrina, no olvide que enfrente tengo a una persona.
El poder del testimonio: Con las teorías solo voy a dar lecciones y lo que digo suena a discurso aprendido. Falta la fuerza de las historias personales, que nadie contradice, tienen sabor a vida.
Diversidad: Todos no podemos ser iguales porque no llegaríamos muy alto. Para cambiar el mundo es mejor hacerlo con amigos que no piensan igual que uno.
Discrepar no es discriminar: Por muy distinto que pensemos, no tengo por qué querer menos a la persona.
Buscar la intención positiva: Con la gente que no coincida en ideas, buscar los puntos en común…, son los que dan paso al diálogo.
No puedo pretender explicarlo todo, tampoco hace falta. Hay que centrarse en lo que a esa persona le viene mejor, lo que más le servirá. Sabiendo que no voy a “ganar”, porque no se trata de una pelea. Poquito a poco y eso es lo que lleva a la amistad con la gente. ¿Cómo se lo explicarías a una amiga? sesiones para reflexionar sobre el catecismo . Quizás te ayudan estas ideas…
Rezar: por las intenciones de cada persona y hacérselo saber. Algo tan simple como un mensaje de Whatsapp: “¡Ey! Hoy ofrecí la misa para que se resuelva (eso que te preocupa).
También puedes rezar con ella: Es una manera tangible de apoyarle y hacerle sentir que has entendido lo que le inquietaba.
Aprenderemos a mostrar con naturalidad la belleza de la vida cristiana en la tertulia de un bar, en una reunión de colegas…
LA COMUNIDAD HUMANA: la persona y la sociedad; La participación en la vida social; La justicia social.
LA SALVACIÓN DE DIOS. LA LEY Y LA GRACIA: La ley moral; Gracia y justificación; La Iglesia, madre y maestra
Números 1.878 a 2.051
TERCERA PARTE
LA VIDA EN CRISTO
PRIMERA SECCIÓN
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE:
LA VIDA EN EL ESPÍRITU
CAPÍTULO SEGUNDO
LA COMUNIDAD HUMANA
1877 La vocación de la humanidad es manifestar la imagen de Dios y ser transformada a imagen del Hijo Único del Padre. Esta vocación reviste una forma personal, puesto que cada uno es llamado a entrar en la bienaventuranza divina; pero concierne también al conjunto de la comunidad humana.
TERCERA PARTE
LA VIDA EN CRISTO
PRIMERA SECCIÓN
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE:
LA VIDA EN EL ESPÍRITU
CAPÍTULO SEGUNDO
LA COMUNIDAD HUMANA
ARTÍCULO 1
LA PERSONA Y LA SOCIEDAD
I. Carácter comunitario de la vocación humana
1878 Todos los hombres son llamados al mismo fin: Dios. Existe cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, en la verdad y el amor (cf GS 24, 3). El amor al prójimo es inseparable del amor a Dios.
1879 La persona humana necesita la vida social. Esta no constituye para ella algo sobreañadido sino una exigencia de su naturaleza. Por el intercambio con otros, la reciprocidad de servicios y el diálogo con sus hermanos, el hombre desarrolla sus capacidades; así responde a su vocación (cf GS 25, 1).
1880 Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir. Mediante ella, cada hombre es constituido “heredero”, recibe “talentos” que enriquecen su identidad y a los que debe hacer fructificar (cf Lc 19, 13.15). En verdad, se debe afirmar que cada uno tiene deberes para con las comunidades de que forma parte y está obligado a respetar a las autoridades encargadas del bien común de las mismas.
1881 Cada comunidad se define por su fin y obedece en consecuencia a reglas específicas, pero “el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana” (GS 25, 1).
1882 Algunas sociedades, como la familia y la ciudad, corresponden más inmediatamente a la naturaleza del hombre. Le son necesarias. Con el fin de favorecer la participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa “para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las naciones como en el plano mundial” (MM 60). Esta “socialización” expresa igualmente la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos (cf GS 25, 2; CA 16).
1883 “La socialización presenta también peligros. Una intervención demasiado fuerte del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales. La doctrina de la Iglesia ha elaborado el principio llamado de subsidiariedad. Según éste, “una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común” (CA 48; Pío XI, enc. Quadragesimo anno).
1884 Dios no ha querido retener para Él solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la providencia divina.
1885 El principio de subsidiariedad se opone a toda forma de colectivismo. Traza los límites de la intervención del Estado. Intenta armonizar las relaciones entre individuos y sociedad. Tiende a instaurar un verdadero orden internacional.
II. Conversión y la sociedad
1886 La sociedad es indispensable para la realización de la vocación humana. Para alcanzar este objetivo es preciso que sea respetada la justa jerarquía de los valores que subordina las dimensiones “materiales e instintivas” del ser del hombre “a las interiores y espirituales”(CA 36):
«La sociedad humana […] tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo» (PT 36).
1887 La inversión de los medios y de los fines (cf CA 41), lo que lleva a dar valor de fin último a lo que sólo es medio para alcanzarlo, o a considerar las personas como puros medios para un fin, engendra estructuras injustas que “hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana, conforme a los mandamientos del Legislador Divino” (Pío XII, Mensaje radiofónico, 1 junio 1941).
1888 Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él (cf LG 36).
1889 Sin la ayuda de la gracia, los hombres no sabrían “acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava” (CA 25). Es el camino de la caridad, es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo: “Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará” (Lc 17, 33)
Resumen
1890 Existe una cierta semejanza entre la unidad de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre sí.
1891 Para desarrollarse en conformidad con su naturaleza, la persona humana necesita la vida social. Ciertas sociedades como la familia y la ciudad, corresponden más inmediatamente a la naturaleza del hombre.
1892 “El principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana” (GS 25, 1).
1893 Es preciso promover una amplia participación en asociaciones e instituciones de libre iniciativa.
1894 Según el principio de subsidiariedad, ni el Estado ni ninguna sociedad más amplia deben suplantar la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de las corporaciones intermedias.
1895 La sociedad debe favorecer el ejercicio de las virtudes, no ser obstáculo para ellas. Debe inspirarse en una justa jerarquía de valores.
1896 Donde el pecado pervierte el clima social es preciso apelar a la conversión de los corazones y a la gracia de Dios. La caridad empuja a reformas justas. No hay solución a la cuestión social fuera del Evangelio.
TERCERA PARTE
LA VIDA EN CRISTO
PRIMERA SECCIÓN
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE:
LA VIDA EN EL ESPÍRITU
CAPÍTULO SEGUNDO
LA COMUNIDAD HUMANA
ARTÍCULO 2
LA PARTICIPACIÓN EN LA VIDA SOCIAL
I. La autoridad
1897 “Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país” (PT 46).
Se llama “autoridad” la cualidad en virtud de la cual personas o instituciones dan leyes y órdenes a los hombres y esperan la correspondiente obediencia.
1898 “Toda comunidad humana necesita una autoridad que la rija (cf León XIII, Carta enc. Diuturnum illud; Carta enc. Inmortale Dei). Esta tiene su fundamento en la naturaleza humana. Es necesaria para la unidad de la sociedad. Su misión consiste en asegurar en cuanto sea posible el bien común de la sociedad.
1899 La autoridad exigida por el orden moral emana de Dios “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación” (Rm 13, 1-2; cf 1 P 2, 13-17).
1900 El deber de obediencia impone a todos la obligación de dar a la autoridad los honores que le son debidos, y de rodear de respeto y, según su mérito, de gratitud y de benevolencia a las personas que la ejercen.
La más antigua oración de la Iglesia por la autoridad política tiene como autor a san Clemente Romano (cf ya 1Tm 2, 1-2):
“Concédeles, Señor, la salud, la paz, la concordia, la estabilidad, para que ejerzan sin tropiezo la soberanía que tú les has entregado. Eres tú, Señor, rey celestial de los siglos, quien da a los hijos de los hombres gloria, honor y poder sobre las cosas de la tierra. Dirige, Señor, su consejo según lo que es bueno, según lo que es agradable a tus ojos, para que ejerciendo con piedad, en la paz y la mansedumbre, el poder que les has dado, te encuentren propicio” (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios, 61, 1-2).
1901 Si bien la autoridad responde a un orden fijado por Dios, “la determinación del régimen y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos” (GS 74, 3).
La diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo de la comunidad que los adopta. Los regímenes cuya naturaleza es contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de las personas, no pueden realizar el bien común de las naciones en las que se han impuesto.
1902 La autoridad no saca de sí misma su legitimidad moral. No debe comportarse de manera despótica, sino actuar para el bien común como una “fuerza moral, que se basa en la libertad y en la conciencia de la tarea y obligaciones que ha recibido” (GS 74, 2).
«La legislación humana sólo posee carácter de ley cuando se conforma a la justa razón; lo cual significa que su obligatoriedad procede de la ley eterna. En la medida en que ella se apartase de la razón, sería preciso declararla injusta, pues no verificaría la noción de ley; sería más bien una forma de violencia» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 93, a. 3 ad 2).
1903 La autoridad sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo en cuestión y si, para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias al orden moral, estas disposiciones no pueden obligar en conciencia. “En semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa” (PT 51).
1904 “Es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del «Estado de derecho» en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres” (CA 44)
II. El bien común
1905 Conforme a la naturaleza social del hombre, el bien de cada cual está necesariamente relacionado con el bien común. Este sólo puede ser definido con referencia a la persona humana:
«No viváis aislados, cerrados en vosotros mismos, como si estuvieseis ya justificados, sino reuníos para buscar juntos lo que constituye el interés común» (Epistula Pseudo Barnabae, 4, 10).
1906 Por bien común, es preciso entender “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección” (GS 26, 1; cf GS 74, 1). El bien común afecta a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la de aquellos que ejercen la autoridad. Comporta tres elementos esenciales:
1907 Supone, en primer lugar, el respeto a la persona en cuanto tal. En nombre del bien común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. La sociedad debe permitir a cada uno de sus miembros realizar su vocación. En particular, el bien común reside en las condiciones de ejercicio de las libertades naturales que son indispensables para el desarrollo de la vocación humana: “derecho a actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad, también en materia religiosa” (cf GS 26, 2).
1908 En segundo lugar, el bien común exige el bienestar social y el desarrollo del grupo mismo. El desarrollo es el resumen de todos los deberes sociales. Ciertamente corresponde a la autoridad decidir, en nombre del bien común, entre los diversos intereses particulares; pero debe facilitar a cada uno lo que necesita para llevar una vida verdaderamente humana: alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho de fundar una familia, etc. (cf GS 26, 2).
1909 El bien común implica, finalmente, la paz, es decir, la estabilidad y la seguridad de un orden justo. Supone, por tanto, que la autoridad asegura, por medios honestos, la seguridad de la sociedad y la de sus miembros. El bien común fundamenta el derecho a la legítima defensa individual y colectiva.
1910 Si toda comunidad humana posee un bien común que la configura en cuanto tal, la realización más completa de este bien común se verifica en la comunidad política. Corresponde al Estado defender y promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las instituciones intermedias.
1911 Las interdependencias humanas se intensifican. Se extienden poco a poco a toda la tierra. La unidad de la familia humana que agrupa a seres que poseen una misma dignidad natural, implica un bien común universal. Este requiere una organización de la comunidad de naciones capaz de “[proveer] a las diferentes necesidades de los hombres, tanto en los campos de la vida social, a los que pertenecen la alimentación, la salud, la educación […], como en no pocas situaciones particulares que pueden surgir en algunas partes, como son […] socorrer en sus sufrimientos a los refugiados dispersos por todo el mundo o de ayudar a los emigrantes y a sus familias” (GS 84, 2).
1912 El bien común está siempre orientado hacia el progreso de las personas: “El orden social y su progreso deben subordinarse al bien de las personas y no al contrario” (GS 26, 3). Este orden tiene por base la verdad, se edifica en la justicia, es vivificado por el amor.
III. Responsabilidad y participación
1913 La participación es el compromiso voluntario y generoso de la persona en los intercambios sociales. Es necesario que todos participen, cada uno según el lugar que ocupa y el papel que desempeña, en promover el bien común. Este deber es inherente a la dignidad de la persona humana.
1914 La participación se realiza ante todo con la dedicación a las tareas cuya responsabilidad personal se asume: por la atención prestada a la educación de su familia, por la responsabilidad en su trabajo, el hombre participa en el bien de los demás y de la sociedad (cf CA 43).
1915 Los ciudadanos deben cuanto sea posible tomar parte activa en la vida pública. Las modalidades de esta participación pueden variar de un país a otro o de una cultura a otra. “Es de alabar la conducta de las naciones en las que la mayor parte posible de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública” (GS 31).
1916 La participación de todos en la promoción del bien común implica, como todo deber ético, una conversión, renovada sin cesar, de los miembros de la sociedad. El fraude y otros subterfugios mediante los cuales algunos escapan a la obligación de la ley y a las prescripciones del deber social deben ser firmemente condenados por incompatibles con las exigencias de la justicia. Es preciso ocuparse del desarrollo de instituciones que mejoran las condiciones de la vida humana (cf GS 30).
1917. Corresponde a los que ejercen la autoridad reafirmar los valores que engendran confianza en los miembros del grupo y los estimulan a ponerse al servicio de sus semejantes. La participación comienza por la educación y la cultura. “Podemos pensar, con razón, que la suerte futura de la humanidad está en manos de aquellos que sean capaces de transmitir a las generaciones venideras razones para vivir y para esperar” (GS 31).
Resumen
1918 “No hay […] autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas” (Rm 13, 1).
1919 Toda comunidad humana necesita una autoridad para mantenerse y desarrollarse.
1920 “Es notorio que […] la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana y por ello pertenecen al orden querido por Dios” (GS 74, 3).
1921 La autoridad se ejerce de manera legítima si se aplica a la prosecución del bien común de la sociedad. Para alcanzarlo debe emplear medios moralmente aceptables.
1922 La diversidad de regímenes políticos es legítima, con tal que promuevan el bien de la comunidad.
1923 La autoridad política debe actuar dentro de los límites del orden moral y debe garantizar las condiciones del ejercicio de la libertad.
1924 El bien común comprende “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección” (GS 26, 1).
1925 El bien común comporta tres elementos esenciales: el respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona; la prosperidad o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la sociedad; la paz y la seguridad del grupo y de sus miembros.
1926 La dignidad de la persona humana implica la búsqueda del bien común. Cada cual debe preocuparse por suscitar y sostener instituciones que mejoren las condiciones de la vida humana.
1927 Corresponde al Estado defender y promover el bien común de la sociedad civil. El bien común de toda la familia humana requiere una organización de la sociedad internacional.
TERCERA PARTE
LA VIDA EN CRISTO
PRIMERA SECCIÓN
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE:
LA VIDA EN EL ESPÍRITU
CAPÍTULO SEGUNDO
LA COMUNIDAD HUMANA
ARTÍCULO 3
LA JUSTICIA SOCIAL
1928. La sociedad asegura la justicia social cuando realiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a cada uno conseguir lo que les es debido según su naturaleza y su vocación. La justicia social está ligada al bien común y al ejercicio de la autoridad.
I. El respeto de la persona humana
1929. La justicia social sólo puede ser conseguida sobre la base del respeto de la dignidad trascendente del hombre. La persona representa el fin último de la sociedad, que está ordenada al hombre:
«La defensa y la promoción de la dignidad humana nos han sido confiadas por el Creador, y […] de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia» (SRS 47).
1930 El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral (cf PT 65). Sin este respeto, una autoridad sólo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de sus súbditos. Corresponde a la Iglesia recordar estos derechos a los hombres de buena voluntad y distinguirlos de reivindicaciones abusivas o falsas.
1931 El respeto a la persona humana supone respetar este principio: «Que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como “otro yo”, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente» (GS 27). Ninguna legislación podría por sí misma hacer desaparecer los temores, los prejuicios, las actitudes de soberbia y de egoísmo que obstaculizan el establecimiento de sociedades verdaderamente fraternas. Estos comportamientos sólo cesan con la caridad que ve en cada hombre un “prójimo”, un hermano.
1932 El deber de hacerse prójimo de los demás y de servirlos activamente se hace más acuciante todavía cuando éstos están más necesitados en cualquier sector de la vida humana. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
1933 Este mismo deber se extiende a los que piensan y actúan diversamente de nosotros. La enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del amor que es el de la nueva ley a todos los enemigos (cf Mt 5, 43-44). La liberación en el espíritu del Evangelio es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo.
II. Igualdad y diferencias entre los hombres
1934 Creados a imagen del Dios único y dotados de una misma alma racional, todos los hombres poseen una misma naturaleza y un mismo origen. Rescatados por el sacrificio de Cristo, todos son llamados a participar en la misma bienaventuranza divina: todos gozan por tanto de una misma dignidad.
1935 La igualdad entre los hombres se deriva esencialmente de su dignidad personal y de los derechos que dimanan de ella:
«Hay que superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda […] forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión» (GS 29,2).
1936 Al venir al mundo, el hombre no dispone de todo lo que es necesario para el desarrollo de su vida corporal y espiritual. Necesita de los demás. Ciertamente hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las riquezas (GS 29). Los “talentos” no están distribuidos por igual (cf Mt 25, 14-30, Lc 19, 11-27).
1937 Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, que quiere que cada uno reciba de otro aquello que necesita, y que quienes disponen de “talentos” particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan y con frecuencia obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación. Incitan a las culturas a enriquecerse unas a otras:
«¿Es que acaso distribuyo yo las diversas [virtudes] dándole a uno todas o dándole a éste una y al otro otra particular? […] A uno la caridad, a otro la justicia, a éste la humildad, a aquél una fe viva […] En cuanto a los bienes temporales, las cosas necesarias para la vida humana las he distribuido con la mayor desigualdad, y no he querido que cada uno posea todo lo que le era necesario, para que los hombres tengan así ocasión, por necesidad, de practicar la caridad unos con otros […] He querido que unos necesitasen de otros y que fuesen mis servidores para la distribución de las gracias y de las liberalidades que han recibido de mí» (Santa Catalina de Siena, Il dialogo della Divina provvidenza, 7).
1938. Existen también desigualdades escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están en abierta contradicción con el Evangelio:
«La igual dignidad de las personas exige que se llegue a una situación de vida más humana y más justa. Pues las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los miembros o los pueblos de una única familia humana resultan escandalosas y se oponen a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y también a la paz social e internacional» (GS 29).
III. La solidaridad humana
1939 El principio de solidaridad, expresado también con el nombre de “amistad” o “caridad social”, es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana (cf SRS 38-40; CA 10):
Un error capital, “hoy ampliamente extendido y perniciosamente propalado, consiste en el olvido de la caridad y de aquella necesidad que los hombres tienen unos de otros; tal caridad viene impuesta tanto por la comunidad de origen y la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca, como por el sacrificio de redención ofrecido por Jesucristo en el altar de la cruz a su Padre del cielo, en favor de la humanidad pecadora” (Pío XII, Carta enc. Summi pontificatus).
1940 La solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su solución negociada.
1941 Los problemas socioeconómicos sólo pueden ser resueltos con la ayuda de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos. La solidaridad internacional es una exigencia del orden moral. En buena medida, la paz del mundo depende de ella.
1942 La virtud de la solidaridad va más allá de los bienes materiales. Difundiendo los bienes espirituales de la fe, la Iglesia ha favorecido a la vez el desarrollo de los bienes temporales, al cual con frecuencia ha abierto vías nuevas. Así se han verificado a lo largo de los siglos las palabras del Señor: “Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt 6, 33):
«Desde hace dos mil años vive y persevera en el alma de la Iglesia el sentido de responsabilidad colectiva a favor de todos, que ha impulsado e impulsa todavía a las almas hasta el heroísmo caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos, de los que atienden enfermos, de los mensajeros de fe, de civilización, de ciencia, a todas las generaciones y a todos los pueblos con el fin de crear condiciones sociales capaces de hacer posible a todos una vida digna del hombre y del cristiano (Pío XII, Mensaje radiofónico del 1 de junio de 1941).
Resumen
1943 La sociedad asegura la justicia social procurando las condiciones que permitan a las asociaciones y a los individuos obtener lo que les es debido.
1944 El respeto de la persona humana considera al prójimo como “otro yo”. Supone el respeto de los derechos fundamentales que se derivan de la dignidad intrínseca de la persona.
1945 La igualdad entre los hombres se vincula a la dignidad de la persona y a los derechos que de ésta se derivan.
1946 Las diferencias entre las personas obedecen al plan de Dios que quiere que nos necesitemos los unos a los otros. Esas diferencias deben alentar la caridad.
1947 La igual dignidad de las personas humanas exige el esfuerzo para reducir las excesivas desigualdades sociales y económicas. Impulsa a la desaparición de las desigualdades inicuas.
1948 La solidaridad es una virtud eminentemente cristiana. Es ejercicio de comunicación de los bienes espirituales aún más que comunicación de bienes materiales.
PRIMERA SECCIÓN
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE:
LA VIDA EN EL ESPÍRITU
CAPÍTULO TERCERO
LA SALVACIÓN DE DIOS:
LA LEY Y LA GRACIA
1949 El hombre, llamado a la bienaventuranza, pero herido por el pecado, necesita la salvación de Dios. La ayuda divina le viene en Cristo por la ley que lo dirige y en la gracia que lo sostiene:
«Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar como bien le parece» (Flp 2, 12-23).
TERCERA PARTE
LA VIDA EN CRISTO
PRIMERA SECCIÓN
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE:
LA VIDA EN EL ESPÍRITU
CAPÍTULO TERCERO
LA SALVACIÓN DE DIOS:
LA LEY Y LA GRACIA
ARTÍCULO 1
LA LEY MORAL
1950. La ley moral es obra de la Sabiduría divina. Se la puede definir, en el sentido bíblico, como una instrucción paternal, una pedagogía de Dios. Prescribe al hombre los caminos, las reglas de conducta que llevan a la bienaventuranza prometida; proscribe los caminos del mal que apartan de Dios y de su amor. Es a la vez firme en sus preceptos y amable en sus promesas.
1951 La ley es una regla de conducta proclamada por la autoridad competente para el bien común. La ley moral supone el orden racional establecido entre las criaturas, para su bien y con miras a su fin, por el poder, la sabiduría y la bondad del Creador. Toda ley tiene en la ley eterna su verdad primera y última. La ley es declarada y establecida por la razón como una participación en la providencia del Dios vivo, Creador y Redentor de todos. “Esta ordenación de la razón es lo que se llama la ley” (León XIII, Carta enc. Libertas praestantissimum; citando a santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 90, a. 1):
«El hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de haber sido digno de recibir de Dios una ley: animal dotado de razón, capaz de comprender y de discernir, regular su conducta disponiendo de su libertad y de su razón, en la sumisión al que le ha sometido todo» (Tertuliano, Adversus Marcionem, 2, 4, 5).
1952 Las expresiones de la ley moral son diversas, y todas están coordinadas entre sí: la ley eterna, fuente en Dios de todas las leyes; la ley natural; la ley revelada, que comprende la Ley antigua y la Ley nueva o evangélica; finalmente, las leyes civiles y eclesiásticas.
1953 La ley moral tiene en Cristo su plenitud y su unidad. Jesucristo es en persona el camino de la perfección. Es el fin de la Ley, porque sólo Él enseña y da la justicia de Dios: “Porque el fin de la ley es Cristo para justificación de todo creyente” (Rm 10, 4).
1954. El hombre participa de la sabiduría y la bondad del Creador que le confiere el dominio de sus actos y la capacidad de gobernarse con miras a la verdad y al bien. La ley natural expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira:
«La ley natural […] está inscrita y grabada en el alma de todos y cada uno de los hombres porque es la razón humana que ordena hacer el bien y prohíbe pecar. Pero esta prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuese la voz y el intérprete de una razón más alta a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar sometidos» (León XIII, Carta enc. Libertas praestantissimum).
1955 La ley divina y natural (GS 89) muestra al hombre el camino que debe seguir para practicar el bien y alcanzar su fin. La ley natural contiene los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral. Tiene por raíz la aspiración y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo en cuanto igual a sí mismo. Está expuesta, en sus principales preceptos, en el Decálogo. Esta ley se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana:
«¿Dónde, pues, están inscritas [estas normas] sino en el libro de esa luz que se llama la Verdad? Allí está escrita toda ley justa, de allí pasa al corazón del hombre que cumple la justicia; no que ella emigre a él, sino que en él pone su impronta a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo» (San Agustín, De Trinitate, 14, 15, 21).
La ley natural «no es otra cosa que la luz de la inteligencia puesta en nosotros por Dios; por ella conocemos lo que es preciso hacer y lo que es preciso evitar. Esta luz o esta ley, Dios la ha dado al hombre en la creación. (Santo Tomás de Aquino, In duo pracepta caritatis et in decem Legis praecepta expositio, c. 1).
1956 La ley natural, presente en el corazón de todo hombre y establecida por la razón, es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres. Expresa la dignidad de la persona y determina la base de sus derechos y sus deberes fundamentales:
«Existe ciertamente una verdadera ley: la recta razón, conforme a la naturaleza, extendida a todos, inmutable, eterna, que llama a cumplir con la propia obligación y aparta del mal que prohíbe. […] Esta ley no puede ser contradicha, ni derogada en parte, ni del todo» (Marco Tulio Cicerón, De republica, 3, 22, 33).
1957 La aplicación de la ley natural varía mucho; puede exigir una reflexión adaptada a la multiplicidad de las condiciones de vida según los lugares, las épocas y las circunstancias. Sin embargo, en la diversidad de culturas, la ley natural permanece como una norma que une entre sí a los hombres y les impone, por encima de las diferencias inevitables, principios comunes.
1958 La ley natural es inmutable (cf GS 10) y permanente a través de las variaciones de la historia; subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso. Las normas que la expresan permanecen substancialmente valederas. Incluso cuando se llega a renegar de sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades:
«El robo está ciertamente sancionado por tu ley, Señor, y por la ley que está escrita en el corazón del hombre, y que la misma iniquidad no puede borrar» (San Agustín, Confessiones, 2, 4, 9).
1959 La ley natural, obra maravillosa del Creador, proporciona los fundamentos sólidos sobre los que el hombre puede construir el edificio de las normas morales que guían sus decisiones. Establece también la base moral indispensable para la edificación de la comunidad de los hombres. Finalmente proporciona la base necesaria a la ley civil que se adhiere a ella, bien mediante una reflexión que extrae las conclusiones de sus principios, bien mediante adiciones de naturaleza positiva y jurídica.
1960 Los preceptos de la ley natural no son percibidos por todos, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla alguna de error. En la situación actual, la gracia y la revelación son necesarias al hombre pecador para que las verdades religiosas y morales puedan ser conocidas “de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error” (Concilio Vaticano I: DS 3005; Pío XII, enc. Humani generis: DS 3876). La ley natural proporciona a la Ley revelada y a la gracia un cimiento preparado por Dios y armonizado con la obra del Espíritu.
1961 Dios, nuestro Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló su Ley, preparando así la venida de Cristo. La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles a la razón. Estas están declaradas y autentificadas en el marco de la Alianza de la salvación.
1962 La Ley antigua es el primer estado de la Ley revelada. Sus prescripciones morales están resumidas en los Diez mandamientos. Los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios. Prohíben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo, y prescriben lo que le es esencial. El Decálogo es una luz ofrecida a la conciencia de todo hombre para manifestarle la llamada y los caminos de Dios, y para protegerle contra el mal:
«Dios escribió en las tablas de la Ley lo que los hombres no leían en sus corazones» (San Agustín, Enarratio in Psalmum 57, 1)
1963 Según la tradición cristiana, la Ley santa (cf. Rm 7, 12) espiritual (cf. Rm 7, 14) y buena (cf. Rm 7, 16) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (cf. Ga 3, 24) muestra lo que es preciso hacer, pero no da de suyo la fuerza, la gracia del Espíritu para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de ser una ley de servidumbre. Según san Pablo tiene por función principal denunciar y manifestar el pecado, que forma una “ley de concupiscencia” (cf. Rm 7) en el corazón del hombre. No obstante, la Ley constituye la primera etapa en el camino del Reino. Prepara y dispone al pueblo elegido y a cada cristiano a la conversión y a la fe en el Dios Salvador. Proporciona una enseñanza que subsiste para siempre, como la Palabra de Dios.
1964 La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. “La ley es profecía y pedagogía de las realidades venideras” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 15, 1). Profetiza y presagia la obra de liberación del pecado que se realizará con Cristo; suministra al Nuevo Testamento las imágenes, los “tipos”, los símbolos para expresar la vida según el Espíritu. La Ley se completa mediante la enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la orientan hacia la Nueva Alianza y el Reino de los cielos.
«Hubo […], bajo el régimen de la antigua Alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva Alianza, hombres carnales, alejados todavía de la perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva Alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual “la caridad es difundida en nuestros corazones” (Rm 5,5.)» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 107, a. 1, ad 2).
III. La Ley nueva o Ley evangélica
1965 La Ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada. Es obra de Cristo y se expresa particularmente en el Sermón de la Montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por él viene a ser la ley interior de la caridad: “Concertaré con la casa de Israel una alianza nueva […] pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Hb 8, 8-10; cf Jr 31, 31-34).
1966 La Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo. Actúa por la caridad, utiliza el Sermón del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer, y los sacramentos para comunicarnos la gracia de realizarlo:
«El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro Señor pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de san Mateo, encontrará en él sin duda alguna cuanto se refiere a las más perfectas costumbres cristianas, al modo de la carta perfecta de la vida cristiana […] He dicho esto para dejar claro que este sermón es perfecto porque contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana» (San Agustín, De sermone Domine in monte, 1, 1, 1).
1967 La Ley evangélica “da cumplimiento” (cf Mt 5, 17-19), purifica, supera, y lleva a su perfección la Ley antigua. En las “Bienaventuranzas” da cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y ordenándolas al “Reino de los cielos”. Se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Cristo, trazando así los caminos sorprendentes del Reino.
1968 La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley. El Sermón del monte, lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ella sus virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias: revela toda su verdad divina y humana. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro (cf Mt 15, 18-19), donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes. El Evangelio conduce así la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre celestial (cf Mt 5, 48), mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina (cf Mt 5, 44).
1969 La Ley nueva practica los actos de la religión: la limosna, la oración y el ayuno, ordenándolos al “Padre […] que ve en lo secreto”, por oposición al deseo “de ser visto por los hombres” (cf Mt 6, 1-6; 16-18). Su oración es el Padre Nuestro (Mt 6, 9-13).
1970 La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre “los dos caminos” (cf Mt 7, 13-14) y la práctica de las palabras del Señor (cf Mt 7, 21-27); está resumida en la regla de oro: “Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la ley y los profetas” (Mt 7, 12; cf Lc 6, 31).
Toda la Ley evangélica está contenida en el “mandamiento nuevo” de Jesús (Jn 13, 34): amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado (cf Jn 15, 12).
1971 Al Sermón del monte conviene añadir la catequesis moral de las enseñanzas apostólicas, como Rm 12-15; 1 Co 12-13; Col 3-4; Ef 4-5, etc. Esta doctrina transmite la enseñanza del Señor con la autoridad de los Apóstoles, especialmente exponiendo las virtudes que se derivan de la fe en Cristo y que anima la caridad, el principal don del Espíritu Santo. “Vuestra caridad sea sin fingimiento […] amándoos cordialmente los unos a los otros […] con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad” (Rm 12, 9-13). Esta catequesis nos enseña también a tratar los casos de conciencia a la luz de nuestra relación con Cristo y con la Iglesia (cf Rm 14; 1 Co 5, 10).
1972 La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad (cf St 1, 25; 2, 12), porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo “que ignora lo que hace su señor”, a la de amigo de Cristo, “porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15), o también a la condición de hijo heredero (cf Ga 4, 1-7. 21-31; Rm 8, 15).
1973 Más allá de sus preceptos, la Ley nueva contiene los consejos evangélicos. La distinción tradicional entre mandamientos de Dios y consejos evangélicos se establece por relación a la caridad, perfección de la vida cristiana. Los preceptos están destinados a apartar lo que es incompatible con la caridad. Los consejos tienen por fin apartar lo que, incluso sin serle contrario, puede constituir un impedimento al desarrollo de la caridad (cf Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 184, a. 3).
1974 Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de una caridad que nunca se ve contenta por no poder darse más. Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud espiritual. La perfección de la Ley nueva consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican vías más directas, medios más apropiados, y han de practicarse según la vocación de cada uno:
«Dios no quiere que cada uno observe todos los consejos, sino solamente los que son convenientes según la diversidad de las personas, los tiempos, las ocasiones, y las fuerzas, como la caridad lo requiera. Porque es ésta la que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos, y en suma de todas las leyes y de todas las acciones cristianas, da a todos y a todas rango, orden, tiempo y valor» (San Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, 8, 6).
1975 Según la sagrada Escritura, la ley es una instrucción paternal de Dios que prescribe al hombre los caminos que llevan a la bienaventuranza prometida y proscribe los caminos del mal.
1976 “La ley es una ordenación de la razón para el bien común, promulgada por el que está a cargo de la comunidad” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 90, a. 4).
1977 Cristo es el fin de la ley (cf Rm 10, 4); sólo Él enseña y otorga la justicia de Dios.
1978 La ley natural es una participación en la sabiduría y la bondad de Dios por parte del hombre, formado a imagen de su Creador. Expresa la dignidad de la persona humana y constituye la base de sus derechos y sus deberes fundamentales.
1979 La ley natural es inmutable, permanente a través de la historia. Las normas que la expresan son siempre substancialmente válidas. Es la base necesaria para la edificación de las normas morales y la ley civil.
1980 La Ley antigua es la primera etapa de la Ley revelada. Sus prescripciones morales se resumen en los diez mandamientos.
1981 La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles a la razón. Dios las ha revelado porque los hombres no las leían en su corazón.
1982 La Ley antigua es una preparación al Evangelio.
1983 La Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo recibida mediante la fe en Cristo, que opera por la caridad. Se expresa especialmente en el Sermón del Señor en la montaña y utiliza los sacramentos para comunicarnos la gracia.
1984 La Ley evangélica cumple, supera y lleva a su perfección la ley antigua: sus promesas mediante las bienaventuranzas del Reino de los cielos, sus mandamientos, reformando el corazón que es la raíz de los actos.
1985 La Ley nueva es ley de amor, ley de gracia, ley de libertad.
1986 Más allá de sus preceptos, la Ley nueva contiene los consejos evangélicos. “La santidad de la Iglesia también se fomenta de manera especial con los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio a sus discípulos para que los practiquen” (LG 42).
TERCERA PARTE
LA VIDA EN CRISTO
PRIMERA SECCIÓN
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE:
LA VIDA EN EL ESPÍRITU
CAPÍTULO TERCERO
LA SALVACIÓN DE DIOS:
LA LEY Y LA GRACIA
ARTÍCULO 2
GRACIA Y JUSTIFICACIÓN
I. La justificación
1987 La gracia del Espíritu Santo tiene el poder de santificarnos, es decir, de lavarnos de nuestros pecados y comunicarnos “la justicia de Dios por la fe en Jesucristo” (Rm 3, 22) y por el Bautismo (cf Rm 6, 3-4):
«Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6, 8-11).
1988 Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf 1 Co 12), sarmientos unidos a la Vid que es Él mismo (cf Jn 15, 1-4)
«Por el Espíritu Santo participamos de Dios […] Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina […] Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados» (San Atanasio de Alejandría, Epistula ad Serapionem, 1, 24).
1989 La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio: “Convertíos porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 4, 17). Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. “La justificación no es solo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del interior del hombre” (Concilio de Trento: DS 1528).
1990 La justificación libera al hombre del pecado que contradice al amor de Dios, y purifica su corazón. La justificación es prolongación de la iniciativa misericordiosa de Dios que otorga el perdón. Reconcilia al hombre con Dios, libera de la servidumbre del pecado y sana.
1991 La justificación es, al mismo tiempo, acogida de la justicia de Dios por la fe en Jesucristo. La justicia designa aquí la rectitud del amor divino. Con la justificación son difundidas en nuestros corazones la fe, la esperanza y la caridad, y nos es concedida la obediencia a la voluntad divina.
1992 La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la cruz como hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres. La justificación es concedida por el Bautismo, sacramento de la fe. Nos asemeja a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia. Tiene por fin la gloria de Dios y de Cristo, y el don de la vida eterna (cf Concilio de Trento: DS 1529)
«Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen —pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios— y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, pasando por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús» (Rm 3 ,21-26).
1993 La justificación establece la colaboración entre la gracia de Dios y la libertad del hombre. Por parte del hombre se expresa en el asentimiento de la fe a la Palabra de Dios que lo invita a la conversión, y en la cooperación de la caridad al impulso del Espíritu Santo que lo previene y lo custodia:
«Cuando Dios toca el corazón del hombre mediante la iluminación del Espíritu Santo, el hombre no está sin hacer nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que puede también rechazarla; y, sin embargo, sin la gracia de Dios, tampoco puede dirigirse, por su voluntad libre, hacia la justicia delante de Él» [Concilio de Trento: DS 1525).
1994 La justificación es la obra más excelente del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús y concedido por el Espíritu Santo. San Agustín afirma que “la justificación del impío […] es una obra más grande que la creación del cielo y de la tierra” […] porque “el cielo y la tierra pasarán, mientras […] la salvación y la justificación de los elegidos permanecerán” (San Agustín, In Iohannis evangelium tractatus, 72, 3). Dice incluso que la justificación de los pecadores supera a la creación de los ángeles en la justicia porque manifiesta una misericordia mayor.
1995 El Espíritu Santo es el maestro interior. Haciendo nacer al “hombre interior” (Rm 7, 22 ; Ef 3, 16), la justificación implica la santificación de todo el ser:
«Si en otros tiempos ofrecisteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y al desorden hasta desordenaros, ofrecedlos igualmente ahora a la justicia para la santidad […] al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, la vida eterna» (Rm 6, 19. 22).
II. La gracia
1996 Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios (cf Jn 1, 12-18), hijos adoptivos (cf Rm 8, 14-17), partícipes de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 3-4), de la vida eterna (cf Jn 17, 3).
1997 La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como “hijo adoptivo” puede ahora llamar “Padre” a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia.
1998 Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como las de toda creatura (cf 1 Co 2, 7-9)
1999 La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación (cf Jn 4, 14; 7, 38-39):
«Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5, 17-18).
2000 La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. Se debe distinguir entre la gracia habitual, disposición permanente para vivir y obrar según la vocación divina, y las gracias actuales, que designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación.
2001 La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia. Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad. Dios completa en nosotros lo que Él mismo comenzó, “porque él, por su acción, comienza haciendo que nosotros queramos; y termina cooperando con nuestra voluntad ya convertida” (San Agustín, De gratia et libero arbitrio, 17, 33):
«Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin él no podemos hacer nada» (San Agustín, De natura et gratia, 31, 35).
2002 La libre iniciativa de Dios exige la respuesta libre del hombre, porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo libremente entra en la comunión del amor. Dios toca inmediatamente y mueve directamente el corazón del hombre. Puso en el hombre una aspiración a la verdad y al bien que sólo Él puede colmar. Las promesas de la “vida eterna” responden, por encima de toda esperanza, a esta aspiración:
«Si tú descansaste el día séptimo, al término de todas tus obras muy buenas, fue para decirnos por la voz de tu libro que al término de nuestras obras, “que son muy buenas” por el hecho de que eres tú quien nos las ha dado, también nosotros en el sábado de la vida eterna descansaremos en ti» (San Agustín, Confessiones, 13, 36, 51).
2003 La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica. Pero la gracia comprende también los dones que el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a su obra, para hacernos capaces de colaborar en la salvación de los otros y en el crecimiento del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Estas son las gracias sacramentales, dones propios de los distintos sacramentos. Son además las gracias especiales, llamadas también carismas, según el término griego empleado por san Pablo, y que significa favor, don gratuito, beneficio (cf LG 12). Cualquiera que sea su carácter, a veces extraordinario, como el don de milagros o de lenguas, los carismas están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien común de la Iglesia. Están al servicio de la caridad, que edifica la Iglesia (cf 1 Co 12).
2004 Entre las gracias especiales conviene mencionar las gracias de estado, que acompañan el ejercicio de las responsabilidades de la vida cristiana y de los ministerios en el seno de la Iglesia:
«Teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, si es el don de profecía, ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, en el ministerio, la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando. El que da, con sencillez; el que preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad» (Rm 12, 6-8).
2005 La gracia, siendo de orden sobrenatural, escapa a nuestra experiencia y sólo puede ser conocida por la fe. Por tanto, no podemos fundarnos en nuestros sentimientos o nuestras obras para deducir de ellos que estamos justificados y salvados (Concilio de Trento: DS 1533-34). Sin embargo, según las palabras del Señor: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 20), la consideración de los beneficios de Dios en nuestra vida y en la vida de los santos nos ofrece una garantía de que la gracia está actuando en nosotros y nos incita a una fe cada vez mayor y a una actitud de pobreza llena de confianza:
Una de las más bellas ilustraciones de esta actitud se encuentra en la respuesta de santa Juana de Arco a una pregunta capciosa de sus jueces eclesiásticos: «Interrogada si sabía que estaba en gracia de Dios, responde: “Si no lo estoy, que Dios me quiera poner en ella; si estoy, que Dios me quiera conservar en ella”» (Santa Juana de Arco, Dictum: Procès de condannation).
III. El mérito
«Manifiestas tu gloria en la asamblea de los santos, y, al coronar sus méritos, coronas tu propia obra» (Prefacio de los Santos I, Misal Romano; cf. «Doctor de la gracia» San Agustín, Enarratio in Psalmum, 102, 7).
2006 El término “mérito” designa en general la retribución debida por parte de una comunidad o una sociedad a la acción de uno de sus miembros, considerada como obra buena u obra mala, digna de recompensa o de sanción. El mérito corresponde a la virtud de la justicia conforme al principio de igualdad que la rige.
2007 Frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito por parte del hombre. Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador.
2008 El mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene de que Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su gracia. La acción paternal de Dios es lo primero, en cuanto que Él impulsa, y el libre obrar del hombre es lo segundo, en cuanto que éste colabora, de suerte que los méritos de las obras buenas deben atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel, seguidamente. Por otra parte, el mérito del hombre recae también en Dios, pues sus buenas acciones proceden, en Cristo, de las gracias prevenientes y de los auxilios del Espíritu Santo.
2009 La adopción filial, haciéndonos partícipes por la gracia de la naturaleza divina, puede conferirnos, según la justicia gratuita de Dios, un verdadero mérito. Se trata de un derecho por gracia, el pleno derecho del amor, que nos hace “coherederos” de Cristo y dignos de obtener la herencia prometida de la vida eterna (cf Concilio de Trento: DS 1546). Los méritos de nuestras buenas obras son dones de la bondad divina (cf Concilio de Trento: DS 1548). “La gracia ha precedido; ahora se da lo que es debido […] Los méritos son dones de Dios” (San Agustín, Sermo 298, 4-5).
2010 “Puesto que la iniciativa en el orden de la gracia pertenece a Dios, nadie puede merecer la gracia primera, en el inicio de la conversión, del perdón y de la justificación. Bajo la moción del Espíritu Santo y de la caridad, podemos después merecer en favor nuestro y de los demás gracias útiles para nuestra santificación, para el crecimiento de la gracia y de la caridad, y para la obtención de la vida eterna. Los mismos bienes temporales, como la salud, la amistad, pueden ser merecidos según la sabiduría de Dios. Estas gracias y bienes son objeto de la oración cristiana, la cual provee a nuestra necesidad de la gracia para las acciones meritorias.
2011 La caridad de Cristo es en nosotros la fuente de todos nuestros méritos ante Dios. La gracia, uniéndonos a Cristo con un amor activo, asegura el carácter sobrenatural de nuestros actos y, por consiguiente, su mérito tanto ante Dios como ante los hombres. Los santos han tenido siempre una conciencia viva de que sus méritos eran pura gracia.
«Tras el destierro en la tierra espero gozar de ti en la Patria, pero no quiero amontonar méritos para el Cielo, quiero trabajar sólo por vuestro amor […] En el atardecer de esta vida compareceré ante ti con las manos vacías, Señor, porque no te pido que cuentes mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso, quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de ti mismo» (Santa Teresa del Niño Jesús, Acte d’offrande á l’Amour miséricordieux: Récréations pieuses-Priéres).
IV. La santidad cristiana
2012. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman […] a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).
2013 “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48):
«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo […] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).
2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.
2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:
«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).
2016 Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).
Resumen
2017 La gracia del Espíritu Santo nos confiere la justicia de Dios. El Espíritu, uniéndonos por medio de la fe y el Bautismo a la Pasión y a la Resurrección de Cristo, nos hace participar en su vida.
2018 La justificación, como la conversión, presenta dos aspectos. Bajo la moción de la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto.
2019 La justificación entraña la remisión de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior.
2020 La justificación nos fue merecida por la Pasión de Cristo. Nos es concedida mediante el Bautismo. Nos conforma con la justicia de Dios que nos hace justos. Tiene como finalidad la gloria de Dios y de Cristo y el don de la vida eterna. Es la obra más excelente de la misericordia de Dios.
2021 La gracia es el auxilio que Dios nos da para responder a nuestra vocación de llegar a ser sus hijos adoptivos. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria.
2022 La iniciativa divina en la obra de la gracia previene, prepara y suscita la respuesta libre del hombre. La gracia responde a las aspiraciones profundas de la libertad humana; y la llama a cooperar con ella, y la perfecciona.
2023 La gracia santificante es el don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para curarla del pecado y santificarla.
2024 La gracia santificante nos hace “agradables a Dios”. Los carismas, que son gracias especiales del Espíritu Santo, están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien común de la Iglesia. Dios actúa así mediante gracias actuales múltiples que se distinguen de la gracia habitual, que es permanente en nosotros.
2025 El hombre no tiene, por sí mismo, mérito ante Dios sino como consecuencia del libre designio divino de asociarlo a la obra de su gracia. El mérito pertenece a la gracia de Dios en primer lugar, y a la colaboración del hombre en segundo lugar. El mérito del hombre retorna a Dios.
2026 La gracia del Espíritu Santo, en virtud de nuestra filiación adoptiva, puede conferirnos un verdadero mérito según la justicia gratuita de Dios. La caridad es en nosotros la principal fuente de mérito ante Dios.
2027 Nadie puede merecer la gracia primera que constituye el inicio de la conversión. Bajo la moción del Espíritu Santo podemos merecer en favor nuestro y de los demás todas las gracias útiles para llegar a la vida eterna, como también los necesarios bienes temporales.
2028 “Todos los fieles cristianos […] son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). “La perfección cristiana sólo tiene un límite: el de no tener límite” (San Gregorio de Nisa, De vita Moysis, 1, 5).
2029 “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24).
TERCERA PARTE
LA VIDA EN CRISTO
PRIMERA SECCIÓN
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE:
LA VIDA EN EL ESPÍRITU
CAPÍTULO TERCERO
LA SALVACIÓN DE DIOS:
LA LEY Y LA GRACIA
ARTÍCULO 3
La Iglesia, madre y maestra
2030 El cristiano realiza su vocación en la Iglesia, en comunión con todos los bautizados. De la Iglesia recibe la Palabra de Dios, que contiene las enseñanzas de la “ley de Cristo” (Ga 6, 2). De la Iglesia recibe la gracia de los sacramentos que le sostienen en el camino. De la Iglesia aprende el ejemplo de la santidad; reconoce en la Bienaventurada Virgen María la figura y la fuente de esa santidad; la discierne en el testimonio auténtico de los que la viven; la descubre en la tradición espiritual y en la larga historia de los santos que le han precedido y que la liturgia celebra a lo largo del santoral.
2031 La vida moral es un culto espiritual. Ofrecemos nuestros cuerpos “como una hostia viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12, 1) en el seno del Cuerpo de Cristo que formamos y en comunión con la ofrenda de su Eucaristía. En la liturgia y en la celebración de los sacramentos, plegaria y enseñanza se conjugan con la gracia de Cristo para iluminar y alimentar el obrar cristiano. La vida moral, como el conjunto de la vida cristiana, tiene su fuente y su cumbre en el Sacrificio Eucarístico.
I. Vida moral y Magisterio de la Iglesia
2032. La Iglesia, “columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3, 15), “recibió de los Apóstoles […] este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad que nos salva” (LG 17). “Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas” (CIC can. 747, §2).
2033 El magisterio de los pastores de la Iglesia en materia moral se ejerce ordinariamente en la catequesis y en la predicación, con la ayuda de las obras de los teólogos y de los autores espirituales. Así se ha transmitido de generación en generación, bajo la dirección y vigilancia de los pastores, el “depósito” de la moral cristiana, compuesto de un conjunto característico de normas, de mandamientos y de virtudes que proceden de la fe en Cristo y están vivificados por la caridad. Esta catequesis ha tomado tradicionalmente como base, junto al Credo y el Padre Nuestro, el Decálogo que enuncia los principios de la vida moral válidos para todos los hombres.
2034 El Romano Pontífice y los obispos como “maestros auténticos por estar dotados de la autoridad de Cristo […] predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica” (LG 25). El magisterio ordinario y universal del Papa y de los obispos en comunión con él enseña a los fieles la verdad que han de creer, la caridad que han de practicar, la bienaventuranza que han de esperar.
2035 El grado supremo de la participación en la autoridad de Cristo está asegurado por el carisma de la infalibilidad. Esta se extiende a todo el depósito de la revelación divina (cf LG 25); se extiende también a todos los elementos de doctrina, comprendida la moral, sin los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser salvaguardadas, expuestas u observadas (cf Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, 3).
2036 La autoridad del Magisterio se extiende también a los preceptos específicos de la ley natural, porque su observancia, exigida por el Creador, es necesaria para la salvación. Recordando las prescripciones de la ley natural, el Magisterio de la Iglesia ejerce una parte esencial de su función profética de anunciar a los hombres lo que son en verdad y de recordarles lo que deben ser ante Dios (cf. DH 14).
2037 La ley de Dios, confiada a la Iglesia, es enseñada a los fieles como camino de vida y de verdad. Los fieles, por tanto, tienen el derecho (cf CIC can. 213) de ser instruidos en los preceptos divinos salvíficos que purifican el juicio y, con la gracia, sanan la razón humana herida. Tienen el deber de observar las constituciones y los decretos promulgados por la autoridad legítima de la Iglesia. Aunque sean disciplinares, estas determinaciones requieren la docilidad en la caridad.
2038 En la obra de enseñanza y de aplicación de la moral cristiana, la Iglesia necesita la dedicación de los pastores, la ciencia de los teólogos, la contribución de todos los cristianos y de los hombres de buena voluntad. La fe y la práctica del Evangelio procuran a cada uno una experiencia de la vida “en Cristo” que ilumina y da capacidad para estimar las realidades divinas y humanas según el Espíritu de Dios (cf 1 Co 2, 10-15). Así el Espíritu Santo puede servirse de los más humildes para iluminar a los sabios y los constituidos en más alta dignidad.
2039 Los ministerios deben ejercerse en un espíritu de servicio fraternal y de entrega a la Iglesia en nombre del Señor (cf Rm 12, 8.11). Al mismo tiempo, la conciencia de cada cual en su juicio moral sobre sus actos personales, debe evitar encerrarse en una consideración individual. Con mayor empeño debe abrirse a la consideración del bien de todos según se expresa en la ley moral, natural y revelada, y consiguientemente en la ley de la Iglesia y en la enseñanza autorizada del Magisterio sobre las cuestiones morales. No se ha de oponer la conciencia personal y la razón a la ley moral o al Magisterio de la Iglesia.
2040 Así puede desarrollarse entre los cristianos un verdadero espíritu filial con respecto a la Iglesia. Es el desarrollo normal de la gracia bautismal, que nos engendró en el seno de la Iglesia y nos hizo miembros del Cuerpo de Cristo. En su solicitud materna, la Iglesia nos concede la misericordia de Dios que va más allá del simple perdón de nuestros pecados y actúa especialmente en el sacramento de la Reconciliación. Como madre previsora, nos prodiga también en su liturgia, día tras día, el alimento de la Palabra y de la Eucaristía del Señor.
II. Los mandamientos de la Iglesia
2041 Los mandamientos de la Iglesia se sitúan en la línea de una vida moral referida a la vida litúrgica y que se alimenta de ella. El carácter obligatorio de estas leyes positivas promulgadas por la autoridad eclesiástica tiene por fin garantizar a los fieles el mínimo indispensable en el espíritu de oración y en el esfuerzo moral, en el crecimiento del amor de Dios y del prójimo.
2042 El primer mandamiento («oír misa entera los domingos y demás fiestas de precepto y no realizar trabajos serviles») exige a los fieles que santifiquen el día en el cual se conmemora la Resurrección del Señor y las fiestas litúrgicas principales en honor de los misterios del Señor, de la Santísima Virgen María y de los santos, en primer lugar participando en la celebración eucarística en la que se congrega la comunidad cristiana y descansando de aquellos trabajos y ocupaciones que puedan impedir esa santificación de esos días (cf CIC can 1246-1248; CCEO can. 881, 1.2.4).
El segundo mandamiento («confesar los pecados al menos una vez al año») asegura la preparación a la Eucaristía mediante la recepción del sacramento de la Reconciliación, que continúa la obra de conversión y de perdón del Bautismo (cf CIC can. 989; CCEO can. 719).
El tercer mandamiento («recibir el sacramento de la Eucaristía al menos por Pascua») garantiza un mínimo en la recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor en conexión con el tiempo de Pascua, origen y centro de la liturgia cristiana (cf CIC can. 920; CCEO can. 708-881, 3).
2043 El cuarto mandamiento («abstenerse de comer carne y ayunar en los días establecidos por la Iglesia») asegura los tiempos de ascesis y de penitencia que nos preparan para las fiestas litúrgicas y para adquirir el dominio sobre nuestros instintos, y la libertad del corazón (cf CIC can. 1249-1251; CCEO can. 882).
El quinto mandamiento («ayudar a la Iglesia en sus necesidades») enuncia que los fieles están obligados de ayudar, cada uno según su posibilidad, a las necesidades materiales de la Iglesia (cf CIC can. 222).
III. Vida moral y testimonio misionero
2044 La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. “El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios” (AA 6).
2045 Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo (cf Ef 1, 22), contribuyen a la edificación de la Iglesia mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles (cf LG 39), “hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo” (Ef 4, 13).
2046 Llevando una vida según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, “Reino de justicia, de verdad y de paz” (Solemnidad de N. Señor Jesucristo Rey del Universo, Prefacio: Misal Romano). Esto no significa que abandonen sus tareas terrenas, sino que, fieles a su Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.
Resumen
2047 La vida moral es un culto espiritual. El obrar cristiano se alimenta en la liturgia y la celebración de los sacramentos.
2048 Los mandamientos de la Iglesia se refieren a la vida moral y cristiana, unida a la liturgia, y que se alimenta de ella.
2049 El Magisterio de los pastores de la Iglesia en materia moral se ejerce ordinariamente en la catequesis y la predicación tomando como base el Decálogo que enuncia los principios de la vida moral válidos para todo hombre.
2050 El Romano Pontífice y los obispos, como maestros auténticos, predican al pueblo de Dios la fe que debe ser creída y aplicada a las costumbres. A ellos corresponde también pronunciarse sobre las cuestiones morales que atañen a la ley natural y a la razón.
2051 La infalibilidad del Magisterio de los pastores se extiende a todos los elementos de doctrina, comprendida la moral, sin los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser salvaguardadas, expuestas u observadas.
Los 5 aspectos de la formación: doctrinal-religiosa; espiritual; humana; profesional y apostólica.
(nn. 194-243)